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Mensaje por Siobhan R. Mills Sáb Feb 23, 2013 7:17 am

- Buenos días, señorita Faraday – La saludé con una ligera sonrisa cuando me la encontré a la entrada del hospital. Algo para nada extraño o fuera de lugar, pues era su lugar de trabajo y era por eso precisamente que yo había ido a buscarla allí. Sabía que no podía deshacerme de Lucy, deshacerme en todo el sentido de la palabra, pues en el caso de que aquella entrometida muriera, la maldición se rompería, cosa que me había dejado bastante claro Gold en numerosas ocasiones. La observé unos segundos, intuyendo el uniforme de enfermera debajo del abrigo de color blanco que llevaba. Aquellos pantalones rosados solo podían ser parte del “pijama” de enfermera. – Parece bastante animada ya de buena mañana… - Esbocé una sonrisa totalmente cortés a la joven de rubios cabellos. Intuía que ya había ido a dejar al pequeño Vincent en la guardería mientras ella trabajaba en el hospital. La mujer me contestó con aquella amabilidad que tanto la había caracterizado siempre, aunque no la hubiese compartido conmigo precisamente en el pasado.

Obviamente no me preguntó que hacia yo allí. ¿Por qué iban a hacerlo? Era la alcaldesa. Además, podría haber tenido que acudir perfectamente para sacarme sangre para unos análisis, ¿no? No tenía porque sospechar que iba a usarla indirectamente para algo, igual que no había sospechado durante tantos años que la observaban, que en cierto modo la vigilaban, bueno, seguramente quedaría mejor decir que la cuidaban desde la distancia, pero bueno, yo seguía considerando que la vigilaban y ella era lo suficientemente ingenua (o feliz) para no darse cuenta.

Me quedé observando su rubia melena hasta que desapareció tras las puertas deslizantes del hospital. Aún así espere unos minutos antes de acercarme hasta la bicicleta de la enfermera y meter una de mis manos en uno de los bolsillos del abrigo negro que llevaba aquella mañana. Mis dedos enseguida tocaron el trozo de cartón que llevaba en el bolsillo que extraje. Una carta de la Reina de Corazones. Sí, me gustaba usar la ironía cuando se trataba de llamar su atención. Me quedé parada otros segundos antes de decidirme a pegar dicha carta en la parte trasera de la bicicleta. Incluso eché un vistazo a mi alrededor para ver si le llegaba a ver, pero nada… O no estaba en esos momentos o se escondía rematadamente bien.

Tras estar quizá medio minuto allí, emprendí camino hasta mi coche para ir luego hasta mi casa. Sabía que captaría el mensaje y posiblemente no tardase demasiado en aparecer allí. Ladeé el rostro mientras miraba a través de la ventana de mi despacho de la primera planta donde tantas cosas habían pasado. Mi manzano, mi pobre manzano estaba muriendo. Me había dado cuenta de que desde que había llegado Lucy a Storybrooke el árbol había enfermado y ahora estaba empezando a morir lo que no dejaba de dolerme de alguna manera. Ese árbol era especial para mí, de la misma manera que todo lo que tenía en el mausoleo del cementerio y aquel colgante que llevaba siempre conmigo, fuera a donde fuera.

Me gustaba aquel silencio instaurado en la habitación, me permitía pensar. En efecto, pensar. Había estado pensando durante días como podía deshacerme de Lucy sin llegar a deshacerme de ella propiamente dicho, sin matarla, y había llegado a una conclusión, a una idea que podía valerme. Aquello podía salirme redondo y la amenaza de que se rompiera la maldición desaparecería, dejándola intacta quizás hasta recuperando su fuerza. Tan sumergida estaba en mis cosas que me llevo unos segundos más relacionar el leve ruido que había oído con la puerta del despacho abriéndose.

- Recibiste mi mensaje. – No era para menos. Lo había hecho con toda la intención del mundo, sabiendo perfectamente que lo iba a recibir. Sonreí levemente aún dándole la espalda, me gustaba ser tan lista, conocer tanto de los demás. – Malcolm… - Y esta vez si que me di la vuelta para encontrarme con él, aunque sin moverme del sitio, sin apartarme de la ventana por el momento.
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Mensaje por Malcolm A. Lynch Miér Mar 06, 2013 2:30 pm

Después de la tienda, donde más tiempo me pasaba era en la cama de mi casucha... Casucha que, por mucho que la decorara o la llenara de pertenencias personales, seguía antojándose extraña, como si nunca llegara a ser mi hogar, como si sólo fuera un sitio de paso. Habían ocasiones en las que realmente perdía la esperanza con la misma rapidez en la que creía que perdía la cabeza, pero de una manera mucho más distinta a como pudiera haberla perdido en un pasado. Perdía la fe en que esta vez pudiera volver Alicia para salvarnos. Se había hablado mucho de una tal Lucy últimamente, y junto a ella, el reloj que se había puesto en marcha. Y daba igual cuantos sombreros hiciera, ya prácticamente había desistido antes de poder llegar a llenar una piscina entera con ellos y ahogarme dentro. Veintiocho años, y todo aún seguía igual... Pero ya se decía que la fe era lo último que se perdía, ¿no? Si algo había aprendido al formar parte del ejército de la Reina Blanca, había sido precisamente eso.

Y entonces mi mirada se desvió hacia mis muñecas, mis muñecas siempre vendadas. En un pasado siempre solían estar vendadas con amor, siempre me maldecía por tenerlas así, pero ella siempre... Con su sonrisa... Y seguro que ahora no era más que un paciente más, un paciente seguramente quejica, que venía al hospital sólo para cambiarse unas vendas. Pero lejos de eso, comparado con verla a ella, con oír su voz, con el hecho de que me hablara de Vincent... Las vendas me importaban lo mismo que me importaban las setas de Wonderland... ¡Setas! Y mi cabeza iba así, saltando de recuerdo en recuerdo, ahora tan amargos, como el té.

Y Dios bien sabía cuántas eran las ganas que reprimía por ir a ver a Sutton, y daba igual cuanto tiempo pasara, no me acostumbraba a verla como una enfermera, cuidando a los pacientes del hospital... Aunque conociéndola, no era raro que hubiera terminado ayudando a los demás. Pero... Pero la conocía, sabía de su prodigiosa memoria, de su suspicacia aunque pareciera distraída o alegre, y sabía lo torpe que podía llegar a ser yo, y de ninguna de las maneras quería infundirle pistas sobre nuestro posible pasado, yo... Yo no quería nada con Sutton si no era siendo ella misma, yo no quería estar con Sutton de Storybrooke, ni tener un hijo que no me reconociera como padre, yo... Era por eso que siempre me había mantenido distante, incluso borde en alguna ocasión, y dolía, dolía más que los pálpitos del corazón antes de saber que te van a cortar la cabeza, dolía prácticamente igual que el hecho de saber que la Reina tenía prácticamente la batalla ganada, y que me tendría que acostumbrar a esta vida, a esta maldita vida, nunca mejor dicho.

Me mordí el labio y me levanté de un impulso de la cama. Necesitaba verla, luego ya pensaría si entraría o no con la típica excusa de las vendas, pero necesitaba observar su sonrisa como si fuera la única luz en ese pueblo de zombies, era como si hubiera vuelto al País de las Maravillas. Tomé la decisión; Cogí mi abrigo de siempre, muy típico... ¿Británico? O algo así lo llamaban en este mundo, igual que la costumbre de tomar el té. Gente rara, como yo seguramente lo era para ellos. Cerré la puerta tras de mí, me subí las solapas y a paso ligero y notando cómo la brisa matutina me helaba las mejillas, puse rumbo al hospital.

Tenía suerte de que cerca de la entrada del hospital había algo parecido a un parque. Podría ocultarme disimuladamente entre los arbustos o detrás de un tronco grueso de árbol. Jugaba a mi favor el hecho también de que a esas horas aún no había demasiada gente circulando por la calle, aunque ver al "loco" agazapado entre arbustos tampoco debería sorprenderles tanto, ¿no?... Sutton debía entrar ahora por la hora que era, se podría decir que me conocía sus horarios a estas alturas, no era algo muy difícil de averiguar. Me agaché en cuanto la vi venir por la calle, ya muy cerca de las puertas, y tomé un puñado de tierra del suelo, con intención de mancharme y rasgarme parte de las vendas, para que parecieran viejas e inservibles. Pero justo cuando iba a echarme esa tierra en una de las vendas, la vi. No sólo a ella, también a... Fruncí el ceño porque creía que mis ojos me engañaban. ¿Pura casualidad? Pocas cosas eran casualidad para Siobhan. No solté la tierra de mi mano, intentando adivinar de qué estaban hablando.

"Apártate de ella..." - y una sarta de palabrería mal sonante en acento escocés era todo lo que podía sacar y murmurar por mi boca en esos momentos. Semejante bruja al lado del aura pura de Sutton, era como ponerle harina al té, una blasfemia. "Té con harina, eso es algo que no he probado nunca... ¡Fuera de mi mente, locura! ¡Ahora no!" Y me volví a concentrar. Por suerte su conversación no duró demasiado, cuando aprecié que la Reina se separaba de ella, cada una por su camino. Estaba decidido a entrar y averiguar por boca de Sutton lo que fuera que le hubiera dicho, si no fuera porque Siobhan se acercó a su bici, dejando algo allí que no alcanzaba a ver desde esa distancia. Comprarme un monóculo estaba empezando a entrar en mi lista de cosas imprescindibles. Aún así, se tomó su tiempo para hacerlo, pude notar como los ojos azules de Siobhan recorrían toda la zona como los de un lince, y en esos instantes fue cuando me esforcé más por esconderme, no iba a darle el gusto, aunque bien sabía cómo captar mi atención.

Me aseguré de que se metiera en su coche y se marchara, para alzarme al fin y soltar la tierra de mi mano, la cual luego me sacudí. Miré a mi alrededor por si había alguien cerca, y entonces caminé cruzando la calle hasta la bici de Sutton. No pude evitar rozarla con los dedos, el frío metal que muchas veces habría tocado ella, y finalmente recogí el “regalito” que me había dejado la Reina. Recochineo, una carta llena de recochineo, creo recordar que incluso me tembló la mano con la que la sujetaba. La odiaba, pero aún así, sabía a dónde iba a dirigirme ahora; Siobhan lo sabía incluso con más certeza que yo. Y no, no era precisamente visitar a Sutton, pero dirigí una última mirada hacia arriba, pensando en la planta en la que Sutton estaría ahora trabajando.

No tardé demasiado en llegar, y lo primero que pude apreciar fue el “famoso” manzano de la alcaldesa. Un poco mustio, diría yo… Odiaba los árboles que tuvieran adornos o cualquier cosa en rojo, me recordaba al jardín de la Reina de Corazones. Tomé aire entrando en la mansión como perro por su casa, sabía lo discreta que le gustaba ser a Siobhan y lo más seguro es que la puerta ya estuviera abierta. La de su despacho, también. Y allí estaba… Mirando por la ventana como quien observa a sus canarios y la jaula por la que se mueven. Tiempo hacía que no nos veíamos cara a cara y sin nadie alrededor… Que recuerdos amargos, de nuevo. Oí su voz, esa voz que a muchos podría ponerles los pelos de punta, porque no auguraba nada bueno.

- Tengo la sensación de que bien sabías que iba a ser así - pronuncié finalmente, aunque tuviera ganas de decirle de todo menos palabras cordiales y correctas, pero suponía que con el tiempo, había aprendido a mantener la cabeza bien puesta delante de una ambiciosa Reina, si no quería perderla… Mi cabeza, digo, o que me condenaran a vivir estancado en la hora del té para la eternidad. – También veo que te gusta regocijarte… Cuando tienes la oportunidad – alcé la mano con la que sujetaba la carta que había dejado en la bici de Sutton, esa carta maldita en la que estaba impresa la imagen de una de las que habían sido mis peores enemigas en la vida. Aunque Siobhan ya estaba al mismo nivel, podríamos decir…
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Mensaje por Siobhan R. Mills Jue Mar 21, 2013 5:14 am

Una sonrisa afilada aparece en mi rostro, una que además ahora él podía ver con total claridad pues ya no me estaba escondiendo de espaldas a él. No, estábamos frente a frente. Claro que sabía que iba a recibir el mensaje y mejor aún, que iba a entenderlo. – ¿Regocijarme? – Me permití una carcajada mientras me acercaba hasta Malcolm, le miraba con aquellos ojos azules, fríos y sin sentimiento alguno en ese preciso instante. – No, eso no es regocijarme, querido - Me di la vuelta volviendo sobre mis pasos, dándome la vuelta nuevamente cuando había llegado al escritorio, donde me apoyé sutilmente, apoyando las palmas de las manos sobre el cristal del mueble. – No… El verdadero momento en el que sentí que me regocijaba fue cuando fui a visitar a tu mujer… - ¡Oh claro! De aquello él posiblemente no supiera nada, acertaría a decir que ni siquiera se había imaginado que yo tuviese semejante descaro.

Disfruté del momento dejando que el tiempo corriera con la simple intención de que su cabeza empezara a bombardearle con preguntas cuyas respuestas solo tenía yo porque era la única que había estado allí en ese momento con ella, la que había hablado con la mujer, la única además de las dos que lo recordaba con absoluta claridad. Le miré directamente, quería ver su expresión, el fondo de sus ojos y le ocultaban y disfrutar de aquel momento, de aquel placentero momento en el que él era perfectamente consciente que fuera lo que fuera que hubiese hecho aquella mañana hasta que no lo soltase por mi boca no lo iba a saber.

- Qué lástima que no lo recuerde y no te lo pueda contar ella misma, ¿verdad? – De haber tenido algo entre mis manos en ese preciso instante, hubiese jugueteado con el objeto en cuestión entre mis dedos para sacarle aún más de quicio o intentarlo al menos. Ponerle nervioso y a la expectativa. Por el contrario, al no tener nada entre mis manos le mantuve la mirada desviándola intencionadamente durante unos segundos hacia otro lado. Casi daba la impresión de que le estaba hablando del tiempo y no de lo que habíamos hecho años atrás. – Tengo que admitir…, que casi me sentí culpable. Casi… suerte que no lo hice… - En realidad empezaba a pensar que hacia años que había olvidado qué era el sentimiento de culpa. – Se le… debió de romper el corazón por la expresión de su rostro. Seguro que se sintió traicionada por alguien a quien… amaba. – Y seguía pareciendo que simplemente estuviese hablando del espléndido sol que hacia aquel día a pesar de estar en pleno octubre y por tanto, otoño. – Eso es regocijarse de tus acciones.

Sí, había sido bastante placentero ver como la miseria llegaba a la vida de otras personas por mi culpa, pero… de eso ya hacía veintinueve años a lo sumo, no es que tuviera demasiada importancia o trascendencia en aquel momento al menos para mí, para Malcolm ya era otro cantar. Posiblemente ni siquiera me hubiese imaginado con ese descaro… ¿o quizá si?

Me incorporé caminando con absoluta tranquilidad hasta rodear el escritorio y tomar asiento. Mis tacones habían repiqueteado contra el suelo alegremente a pesar de que el ambiente en aquella habitación tenía poco de alegre. – Hay una cosa que necesito que hagas para mí… y quizá levante el castigo a tu querida familia feliz – Era un trato justo, ¿no? Él me hacía el favor y yo le devolvía a su familia, aunque quizá ni siquiera querría que mezclasen sus recuerdos dentro de su cabeza, o ver la decepción en los ojos azules de su mujer, había muchísimas posibilidades, pero que iba a hacer funcionar el sombrero una última vez estaba claro.

A la larga conseguiría lo que quería. Siempre lo hacía. Después de todo yo tenía el poder en aquella ciudad por mucho que la mayor parte de los edificios pertenecieran a Gold.
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