El amor no es cosa de niños... Pero tampoco de adultos {Libre}

En los últimos días me había quedado encerrada en casa, sin salir, casi sin ver la luz del sol. Pero no porque estuviera castigada, nada de eso, necesitaba tiempo para pensar, mucho tiempo y tranquilidad. Ya ni sabía en que día vivía, creía haber contado tres noches a partir de aquella, ¿o tal vez fueran cuatro? No lo sé, mi cabeza estaba demasiado ocupada intentando descifrar que era lo que realmente sentía. Tenía la sensación de que si se lo contaba a alguien se reiría de mi y respondería que son tonterías de la edad a las que no debo hacer caso, si embargo algo en mi interior me decía que aquello era real, y lo sabía, era tan real como podía serlo yo misma, el problema era saber hacia quien era real. A ambos les conocía desde hacía tiempo, a uno más que al otro, ¿pero realmente eso llegaría a influir? Es decir, mi relación era distinta con cada uno de ellos, muy distinta...

Suspiré, y seguí andando, no entendía nada de lo que me estaba pasando, por más que pensara en eso no sabía que hacer, así que decidí que seguiría como si nada, o al menos lo intentaría. Por el momento aquel día había vuelto a salir de casa, aunque la razón principal era la de que había tenido que ir al médico para mirar como iba la muñeca. Al parecer había ido todo bien y se había curado, al menos eso me había dicho William antes de quitarme el vendaje que llevaba, una muy buena noticia, la verdad, pues empezaba a cansarme de no poder hacer nada por culpa de aquello.

Una vez fuera del hospital empecé a andar por las calles de Storybrooke volviendo a pensar en lo mismo que antes. Llevé mi mano derecha al colgante que llevaba en el cuello, desde hacía unos días que se había vuelto un complemento indispensable, algo que debía llevar siempre. No como el anillo del dragón, pues este no me lo quitaba ni para dormir, pero el colgante me lo ponía sólo levantarme y me lo quitaba justo antes de acostarme. Aquel colgante que, sorprendentemente, o quizás no tanto, se había vuelto tan especial para mi era el llamador de ángeles que me había regalado Keith en aquella noche tan especial. Sonreí, debía regalarle algo yo también, siempre había tenido muchos detalles conmigo mientras que yo, con él, aún ninguno, así que ya era hora. Tomé rumbo hacia donde se encontraban las tiendas, de aquel día no pasaba, le iba a comprar un regalo justo en ese momento.

No sé cuanto tiempo pasé mirando cosas para, finalmente, escoger un anillo con una calavera, me gustaba, y esperaba que a él también así que lo compré y pedí que me lo pusieran de regalo, se lo curraron, la cajita era muy mona, de color azul, me encantaba. Pagué y salí de la tienda con la caja entre mis manos, observándola por los cuatro lados, entonces me di cuenta de una cosa. Paré en seco, miré atrás y leí el cartel que anunciaba que aquello era la tienda de antigüedades. Vale, no estaba Malcolm, me había atendido el señor Gold, ¿pero qué habría pasado si hubiera estado él? Ni siquiera me había parado a mirar quien había desde fuera el aparador, entré sin pensármelo dos veces... Aquello no era normal, no después de lo que había pasado, mucho menos después de que decidiera que no quería volver a verle, al menos hasta que hubiera pasado un tiempo prudencial. -Se suponía que alejarme haría que me olvidara de él... - Comenté para mi misma en voz baja, aún parada en medio de la calle. -No entraba en mis planes que empezara a gustarme otra persona.

Volví a andar, esta vez a paso rápido, necesitaba alejarme de allí lo antes posible, estar todo lo lejos que pudiera y, a la vez, encontrar un lugar donde pudiera estar más o menos tranquila. Pensé en el parque, pues había césped cerca y podría tumbarme a ver las nubes tranquilamente, centrándome en ellas para así olvidar todo lo que nublaba mi mente. Y así hice, aquel paso acelerado que había tomado nada más haberme dado cuenda de donde había comprado el anillo, me llevo en menos de cinco minutos al parque, busqué un lugar tranquilo donde poder tumbarme sin que molestara mucha gente y me puse observar las nubes. Eran blancas, esponjosas y tenían formas. Vi a un gato, una silla y, más tarde, dos letras, una K y una M. -¡Maldita sea, desaparecer de mi cabeza por cinco minutos! - Me llevé las manos a la cabeza y quedé sentada sobre el césped, con la cabeza entre las piernas, necesitaba mantener mi cabeza ocupada en otra cosa de tal modo que ellos no aparecieran por un rato. Quería tranquilidad, no pensar en nada, mantener la cabeza fría.